jueves, 19 de julio de 2012

Mathausen, el campo de la muerte




"Ni en mis peores pesadillas hubiera sido capaz de imaginar tanto horror. Yo tuve suerte. Para otros fue mucho peor". Si existen las experiencias de regresiones a otras vidas, esta que narramos a continuación, aunando subjetividad y literatura, es una de ellas. El autor de este trabajo la vivió intensamente; es su particular visión del campo de la muerte...

por Miguel Blanco

Siempre me había sentido muy interesado por el tema de los campos nazis. En cuanto tuve la oportunidad de realizar aquella visita, me puse en camino sin pensarlo dos veces. Me encontraba en el norte de Italia. Desde allí me encaminé a la frontera de Austria y durante días paseé por los lugares donde el recuerdo del Holocausto se mantenía aún vivo. Fue entonces cuando quise dirigir mis pasos al misterioso campo de Mathausen, el lugar donde más españoles habían sido recluidos. Algo me llamaba poderosamente la atención y guiaba mis pasos hacia ese lugar. Pero no iba a serían fácil; no daba con su ubicación. Así, me dirigí a algunos vecinos de la localidad, pero... ¡ninguno sabía dónde se encontraba el lugar!
Era extraño, pero más tarde supe la verdad. Alguien me contó que era un lugar maldito en la memoria de sus habitantes, y que ninguno me daría detalles de dónde se encontraba. Aún duraba el miedo y la vergüenza por el horror que se vivió allí. Pero la fortuna era, como muchas veces, mi aliada, y siguiendo un camino, sin volverá preguntar a nadie, llegué a las puertas del campo. Era un día soleado de invierno y casi no había nadie en el recinto; ni guardas, ni guías... nadie que impidiese visitar uno de los lugares más terroríficos de la historia. Sin prisas, me dediqué a visitar los pabellones, el cementerio, los hornos...
De pronto, algo sucedió que hizo que toda mi percepción cambiara...

Mathausen, el campo de la muerte
Mi memoria no guarda recuerdos anteriores a ese momento. Sólo sé que estaba allí, desnudo, junto a otros miles de seres humanos que, como yo, habían perdido su condición de personas. Una voz potente me hizo tirarme al suelo al tiempo que descargaban sobre mis espaldas unos fuertes golpes que me hicieron retorcerme de dolor. Enseguida me volvieron a poner de pie regándome con un potente chorro de agua helada. Mi carne se estremecía.Todo a mi alrededor estaba nevado y el frío era insoportable.
Recuerdo que había viajado durante varias jornadas en un tren. Los de la Gestapo nos dieron mantequilla y manzanas y nos metieron en vagones de carga. Fueron tres días y tres noches encerrados, sin agua ni comida, haciendo nuestras necesidades en un rincón del vagón. Llegamos a la una y media de la madrugada del 13 de diciembre de 1940. Estaba cayendo una nevada espectacular. Conforme descendíamos de los vagones nos molían a palos y los perros nos mordían. Luego, seguimos hasta la cima de un monte. "¡Os habéis librado de Franco, pero de esas no os salváis!", decían señalando a las chimeneas de los crematorios.
Fue muy duro ver a tantos paisanos entrar en las cámaras y no salir. Aunque más duro era verles morir en los campos de trabajo, helados por el frío y muertos de hambre y de dolor. Cuando por fin pude reaccionar supe que había llegado a uno de esos famosos campos de concentración que los nazis habían sembrado por toda Europa. Allí, junto a judíos, gitanos, homosexuales, prisioneros políticos, rojos y delincuentes perdería mi identidad convirtiéndome en un numero que aún llevo pegado a mi piel: el 2.909. Nadie hablaba en el barracón; ni siquiera nos mirábamos, todo era silencio, un silencio que nunca podré olvidar, roto de vez en cuando por una voz que nos gritaba en alemán y que sin entender nos obligaba a ponernos en marcha hacia un destino desconocido. Poco a poco pude saberque estaba en el ausmerzungslager de Mathausen, en Austria, cerca de la ciudad de Linz. Aquí se crió Adolf Hitler hasta los 18 años.
Mathausen era un campo de tercera clase, de exterminio. Los judíos que me acompañaron en el vagón del tren, junto a los gitanos, fueron conducidos enseguida a unas grandes naves con chimeneas enormes que, durante todo el día, vomitaban un extraño humo blanquecino, sembrándolo todo de un polvo ocre y gris. No los volvería a ver nunca más. Al llegar al campo eran gaseados y quemados en hornos... Los que pudimos sobrevivir a la "bienvenida", a los palos y al horroroso frío, fuimos conducidos a unos sucios y oscuros barracones. Allí nos acomodamos en unos catres de madera, marcados como reses y dispuestos como esclavos. Así comenzaría nuestro infierno...


Los peldaños malditos
Aún era de noche cuando volvió a sonar aquella vozterron'fica. Nos sacaron a todos al patio y, desnudos, nos rociaron con polvo blanco las piernas, el cuerpo, la cabeza, los ojos... Enseguida nos condujeron hacia un montón de ropas, las que nos habían quitado al salir del tren. Cada uno elegía pantalones, camisas, jerséis y, si tenías suerte, un abrigo, calcetines y calzado.
Una vez que conseguimos proteger la desnudez de aquel frío que mataba, nos pusieron en fila y nos llevaron al límite del campo. Volvíamos a ir en fila, con los ojos clavados en el suelo, sin hablar; nadie conocía a nadie, nadie se quejaba, no sabíamos nuestro destino, habíamos dejado de ser seres humanos y nuestra suerte estaba en manos de los guardias que, a la mínima, te golpeaban si no seguías el ritmo de la columna. Ese día vi caer a tres hombres. Algunos quisieron ayudarles pero les costó más de un golpe. El que caía no volvía a levantarse. El guardia que iba detrás disparaba sobre su cabeza. Cuántas veces deseé en los días siguientes caer y terminar...
Pero algo me empujaba y daba fuerzas. El Sol comenzaba a salir en medio de aquel paisaje nevado cuando llegamos a la base de una planicie con un enorme agujero en la tierra: nos esperaba la cantera de Wiener-Graben.
Un grupo de guardianes se encargó de repartir herramientas, unos capazos y, enseguida, nos empujaron escaleras abajo. Nunca olvidaré la sensación de pisar aquellos escalones. Alguien se había dedicado a esculpirlos en la fría roca de una manera irregular. Era un suplicio; uno era grande, el siguiente apenas tenía espacio para apoyar los pies, el siguiente estaba tan abajo que había que saltar para sortearlo, y así, hasta un total de 186 escalones malditos. Pero aún me esperaba lo peor... Como pude, y con las rodillas destrozadas por el esfuerzo, llegué a la parte más baja de la cantera. Allí tuve un segundo de pausa. Eso hizo que pudiese mirar a mi alrededor y tomar conciencia de dónde estaba. Miles de esclavos como yo estaban empezando el trabajo del día. Por encima de nosotros, decenas de guardianes escudriñaban el campo. Más cerca de nosotros otros nos vigilaban como perros furiosos. Había más de 5.000 personas trabajando y no se escuchaba más que el graznido de los cuervos que nos sobrevolaban. De pronto, todo se ponía en marcha: unos a picar los bloques de piedra y otros a transportarlos hasta una pequeña base. Allí se cargaban en los capazos que nos habían dado y ahí comenzaba el calvario. A mí me tocó cargar bloques. Me situaron en una cola enorme, que poco a poco avanzaba. Era una sensación extraña. Nadie sabía lo que había que hacer, nadie nos explicaba qué trabajo realizar, pero todos nos movíamos como piezas de un engranaje que funcionaba con la perfección y precisión alemana.
Por fin me llegó el turno y entre dos hombres me cargaron una enorme piedra recién extraída de la tierra. La pusieron a mi espalda y me empujaron. Ahora debía subirla por aquellos escalones malditos que había bajado un poco antes. Sólo tuve tiempo de echar un vistazo a la subida. No había tiempo para pensar ni para reaccionar. El peso de la piedra me hundía, pero debía avanzar. Y así, poco a poco, comencé a ascender. Mientras lo hacía me fijé en un guardián que apuntaba su rifle a la masa de trabajadores que había abajo. Sonó un disparo... y uno cayó al suelo. Vi como reían los soldados. Era su diversión: hacer blanco entre los trabajadores de la cantera. Lo hacían cada mañana. Muchos de nosotros acabañamos rezando para que el día siguiente nos tocara esa bala perdida para acabar con aquel infierno...
En aquellos días, mi vida se convirtió en una pesadilla. Pero de tanto sufrimiento, de tanto dolor acumulado se me anestesió el alma. Mis compañeros y yo nos llegamos a convertir en autómatas de carne, sin conciencia, sin voluntad, sin fuerzas para negarnos a las ordenes de los guardianes. Sabíamos que nuestra vida estaba en sus manos. Sólo durante las noches recuperábamos un poco de dignidad y la conciencia de lo que allí sucedía. Así pudimos reunimos los españoles y saber que tras la entrevista de Franco con Hitler en Hendaya, Serrano Suñer le dijo al alemán que hiciera lo que quisiera con los prisioneros españoles. Por eso fuimos enviados a campos como éste, destinado al exterminio. El gobierno español nos declaró apatridas y, oficialmente, en Mathausen no había españoles. Así que no existíamos, ni en nuestro país ni en el campo. No necesitábamos noticias como aquellas para saber que estábamos solos, perdidos en mitad de un infierno de sufrimiento y horror que pocos podrían comprender.
A pesar de ello, cuando se apagaban las luces del barracón me gustaba aferrarme a mis recuerdos. Recordar me acercaba a la vida. Pensaba en mis hermanos y en mis padres, que habían huido de la persecución que se iniciaba en España. No sabía la suerte que habrían corrido, pero en mi memoria seguían vivos y me encontraba con ellos cada noche, siempre que las pesadillas me lo permitían. Sólo los ruidos me traían de nuevo a la realidad. Ese ruido seco de la gota de agua que se filtraba por encima de mi cabeza, de la nieve derritiéndose en el tejado, o el sonido de las ratas paseando por entre las letrinas. Más de una vez, un millón de veces llegué a rezara Dios; estando allí dudamos que existiera tanta barbarie. Había pasado mil sufrimientos, tenía cicatrices de golpes y no sabía lo que aún me esperaba. Pero recuerdo cómo todos los días pedía que esa fuera la última noche. La sirena al amanecer afirmaba que mi petición no había sido atendida. Comenzaba un nuevo día en aquel infierno. Sabía que en breve mi dolor marcharía, pues me alejaba de la vida...


El monumento a los caídos españoles
Estaba frente a un monumento en memoria de los muertos españoles en el campo de Mathausen. De pronto, y sin saber por qué, sentí un intenso mareo que hizo que me derrumbase allí mismo. Estaba solo. Nadie podía auxiliarme. No sé cuánto tiempo pase allí. Al incorporarme y recobrar la conciencia traía conmigo una dramática experiencia que había sentido en primera persona. Como si mi otro yo me hablase desde el más allá. Como si yo mismo ya hubiera estado en ese campo de la muerte. Nunca sabré explicar qué me ocurrió, pero pude ver claramente los cuerpos de miles de seres humanos, sentí sus gritos; llegaba, incluso, a reconocer sus rostros y sus cuerpos mutilados. Y no pude hacer otra cosa que llorar... llorar desconsoladamente. No sé si eran los fantasmas que aún pueblan ese lugar o si, en otra vida estuve allí y morí junto a los miles de españoles que sufrieron un martirio desconocido para la mayoría. Se calcula que más de 10.000 españoles fueron a parar allí. De ellos,sólo 2.184 sobrevivieron. El resto murió por los trabajos forzados, fusilados, quemados en hornos crematorios, despeñados en la cantera, por un tiro en la sien en el momento de ser fotografiados o asfixiados en las cámaras de gas. El día 5 de mayo de 1945, Mathausen fue liberado por la 11a división blindada de Estados Unidos. Antes de salir del campo y con los ojos llenos de lagrimas caminé por el campo recogiendo algunas flores silvestres que habían soportado el invierno. Preparé un pequeño ramillete y con una devoción infinita lo deposité en el monumento a los caídos. Atrás dejaba uno de los capítulos más horrorosos de la historia humana. Rezo cada noche para que no se repita...

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