jueves, 19 de septiembre de 2013

Cristianismo, de secta a religión del Estado

El cristianismo surgió como una secta judía que, después de tres siglos de persecución, se convirtió en la religión oficial del Imperio romano y en una poderosa fuerza jerárquica que llegó a controlar todo Occidente. Pero ¿cómo empezó todo? ¿Qué llevó a un pequeño grupo marginal de creyentes a convertirse en una religión de Estado?

por Moisés Garrido
Fuente: Revista MÁS ALLÁ DE LA CIENCIA Nº 277


Los primeros cristianos -como aquellos que, liderados por Santiago, formaron parte de la asamblea de Jerusalén citada en los Hechos de los Apóstoles- se marcaron como misión seguir fielmente las enseñanzas de Jesús, cuya muerte expiatoria y resurrección se convirtieron en el eje central de la nueva religión -o secta- sahífica escindida del judaismo apocalíptico en la Palestina de finales del siglo I. Surgieron diversas comunidades cristianas, expectantes ante la segunda venida del Señor (Parusía), que ejercían una (unción espiritual y profética. Pero el tiempo transcurría, el fin del mundo y la instauración del prometido Reino de Dios no llegaban y esos grupos, que no tuvieron más remedio que dar un giro decisivo a sus ideas mesiánicas, comenzaron a estructurarse y a extenderse entre las distintas capas sociales de todo el Mediterráneo, ganándole terreno lenta pero inexorablemente a las creencias paganas. Este culto floreciente sufrió persecuciones durante tres siglos ("Nunca fueron generales, extendidas por todo el Imperio, sino solo locales y restringidas", puntualiza el filólogo neo-testamentario Antonio Pinero), hasta que por fin pudo convivir pacíficamente con la religión pagana del Imperio, caracterizada por los cultos histéricos.
El primer triunfo del cristianismo llegaría en el año 313, cuando el emperador Constantino I lo legaliza mediante el Edicto de Milán, a pesar de que el número de cristianos que había en el Imperio en esa época oscilaba entre un 5 y un 10% de la población total (70 millones de personas). En dicha constitución imperial leemos: "Que a los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan; a fin de que quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo miestro imperio. Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle". Por fin, el cristianismo pudo gozar de total libertad para ejercer su proselitismo y profesar su fe sin sufrir acosos y represalias.
Diez años después, Constantino manda construir la primera basílica del Vaticano, donde ya se venía honrando los restos de Pedro, martirizado bajo el mandato de Nerón (a pesar de que no está demostrado que Pedro hubiera estado en Roma). Aquel lugar había sido previamente un santuario dedicado a la diosa pagana Cibeles. Por esas fechas es cuando comienza a multiplicarse el número de cristianos, sobre todo entre la élite romana, llegando algunos a ocupar altos cargos en el gobierno. Aunque también caló profundamente entre las capas más bajas de la sociedad, que veían en la doctrina de Jesús motivo de consuelo espiritual ante la pobreza y demás males del mundo.


TRIUNFO SOBRE EL PAGANISMO
Además, el modelo de salvación ofrecido por la Iglesia cristiana era mucho más atrayente que el de las religiones paganas. El bautismo y la fe en la resurrección de Cristo garantizaban la salvación y una vida gozosa tras la muerte. No se necesitaba complejos ritos iniciáticos que había que repetir cada cierto tiempo y que resultaban a su vez costosos. Por otro lado, el amor al prójimo pregonado por el cristianismo, que acentuó el sentido comunitario, fue otro de los alicientes de la nueva religión. Como lo fue también la cercanía del Dios cristiano, con quien se podía tener una relación personal, a diferencia de los dioses paganos. Sumémosle a ello el carácter proselitista y las pretensiones universalistas del cristianismo, que desde sus inicios llevó a cabo una ardua actividad misionera en aras de propagar la fe de Cristo por todo el orbe romano. Tengamos presente además que, como aclara el historiador Paul Veyne, "entre la clase letrada el paganismo estaba en crisis desde hacía seis o siete siglos. Contenia demasiadas fábulas y puerilidades, de modo que un pagano piadoso y cultivado no sabía ya qué debía y qué podía creer".
Todas estas circunstancias, y el hecho de que el cristianismo era una religión de masas y no de élites -como los cultos histéricos-, fueron cruciales para acelerar el fin del paganismo (aunque muchos de sus mitos fueron trasplantados estratégicamente al nuevo credo) y la implantación del cristianismo como religión oficial del Imperio romano, hecho que se concretó en el año 380 a través del Edicto de Tesalónica decretado por el emperador Teodosio I (ver recuadro). El cristianismo, cuyo fundador no fue Jesús (lo cual se deduce de un estudio riguroso de los Evangelios) sino Pablo de Tarso, el Apóstol de los gentiles -quien además de otorgar carácter universal al nuevo credo escribió influyentes epístolas que tuvieron un valor esencial a nivel doctrinal-, no floreció como un movimiento homogéneo y centralizado, sino que por el contrario existieron numerosas corrientes que seguían interpretaciones distintas y hasta contradictorias respecto a los fundamentos doctrinales y a la naturaleza de Cristo (como el docetismo, el monofisismo, el nestorianismo, el adopcionismo, el maniqueísmo, el ebionitismo, etc.). A finales del siglo II, entre esas comunidades cristianas independientes, surge una Iglesia autónoma, con organización jerárquica, que manejaba unas "reglas de fe" y una literatura sagrada que servía como norma a la comunidad cristiana. Ese fue el grupo mayoritario y vencedor el cristianismo paulino, que se convertiría en la Iglesia católica (universal), gobernada por un episcopado que creía ser sucesor directo de los apóstoles y depositario de la tradición. Una Iglesia erigida en guardiana de una ortodoxia que tuvo como primera gran misión establecer un canon de escrituras autorizadas para de ese modo distinguir cuál era la doctrina verdadera y cuál la herética.



CONSTANTINO, ADALID DEL CRISTIANISMO
La figura del emperador romano Constantino fue, sin duda, determinante para la implantación de la Iglesia y su exitosa expansión por todo el Imperio. Sin su providencial conversión, motivada supuestamente por un sueño, el destino del cristianismo probablemente hubiese sido otro muy distinto, o tal vez no ¿quién sabe? Al menos, tuvo un gran rival enfrente: el mitraísmo (culto al dios Mitra). Lo cierto es que Constantino percibió el cristianismo como la mejor opción para lograr la cohesión ideológica y mantener la estructura imperial bien firme. "Si Constantino eligió el cristianismo no fue tanto por convicciones religiosas personales, como porque había comprobado que la nueva religión se había convertido ya en su época en una institución sólida y bien jerarquizada en tomo a la institución del episcopado monárquico: un solo poder jerarquizado, el obispo, y un solo obispo en cada dudad", explica Ramón Teja, catedrático de Historia Antigua. Y, por encima de esos obispos, se hallaba el propio emperador, que venía a representar en la tierra al Dios único.
Los santuarios paganos fueron destruidos y sobre sus ruinas se levantaron templos cristianos. Los perseguidos se convirtieron en perseguidores y, por razones obvias, los paganos fueron abandonando sus cultos y sus dioses, aceptando la nueva fe institucionalizada, aunque ciertas prácticas paganas se resistieron a desaparecer y persistieron durante mucho tiempo camufladas entre los ritos cristianos.
Avanzamos antes que un sueño motivó la conversión de Constantino. Efectivamente, según la leyenda transmitida por el escritor cristiano Lactancio, la noche anterior a la batalla que iba a mantener contra Majencio para recuperar Italia, tuvo una visión celestial en la que observó una cruz conteniendo un símbolo formado por las dos letras iniciales del nombre de Cristo en griego (las letras X y P entrecruzadas) y una inscripción que rezaba: "Con este signo vencerás". Cristo, en el sueño, le ordenó que llevara ese símbolo en las batallas contra sus enemigos. Al día siguiente, el 28 de octubre del año 312, Constantino, portando un crismón en su estandarte con el símbolo revelado, ganó la batalla del Puente Milvio, muy cerca de Roma, consiguiendo derrotar y asesinar a Majencio. Los vencedores proclamaron la religión cristiana como verdadera, convencidos de que Dios les había ayudado milagrosamente en la contienda.
Constantino se convertía de este modo en el primer emperador romano que se declaraba cristiano.


UN INSTRUMENTO POLÍTICO
El emperador, obstinado en hacer de la Iglesia un instrumento político, de inmediato dotó a los cristianos de todos los privilegios que antes habían gozado los paganos, o incluso más, pues les ofreció suculentas donaciones y herencias, les devolvió los bienes confiscados a sus antecesores, e incluso a muchos les concedió puestos destacados en el gobierno imperial (como gobernadores de provincias, jefes militares, altos funcionarios, etc.) Además, en gratitud a Dios por haberle ayudado en la batalla contra Majencio, donó una gran basílica (la actual San Juan de Letran) al papa Silvestre I.
Es indiscutible que Constantino creía estar protegido por la providencia divina a la hora de acometer importantes decisiones. De ahí su deseo de cristianizar el mundo. Tanto es así que el apologista cristiano Lactancio, que consideraba que el primer grado de ser cristiano es comprender la falsedad del paganismo y rechazar cultos impíos, le dirigió las siguientes palabras: "Eres tú a quien la providencia del Dios supremo ha elevado a la cima del poder imperial... Con razón el Señor y rector del mundo te ha elegido prefiriéndote sobre cualquier otro para restaurar su santa religión". Constantino estaba plenamente convencido de que la unidad en la ortodoxia religiosa implicaba un cambio positivo en los asuntos públicos y suponía un beneficio político para el Estado. Por eso, su gran golpe de efecto fue convocar un concilio ecuménico en Ni-cea (antigua ciudad de Asia Menor, ubicada donde ahora se encuentra la ciudad turca de Iznik), en el año 325, con objeto de restablecer definitivamente la unidad y la autoridad de lo que se consideraba la verdadera fe. Alrededor de 300 obispos asistieron al evento, celebrado en el palacio imperial de verano y en medio de un grandioso banquete. Curiosamente, algunos de aquellos obispos, años antes, habían sido torturados por profesar la fe cristiana. Asombrados, veían que ahora eran recibidos con los brazos abiertos por el emperador romano y que se les ofrecía todas las comodidades y lujos como si fuesen reyes. "Vosotros sois obispos de lo que está dentro de la Iglesia, y yo soy obispo, puesto por Dios, de lo que está fuera", pronunció Constantino ante sus invitados, quienes no dudaron en adaptarse rápidamente a ese nuevo modo de vida, rodeados de riquezas y ejerciendo una autoridad moral de la que antes carecían.


Allí mismo, tras quedar establecido el símbolo de fe niceno, se encargaron de quemar los escritos heréticos y repudiar a aquellos obispos que, como Secundo de Ptolemais y Teonas de Marmarica, no estaban de acuerdo con la decisión conciliar. Ambos fueron privados de sus episcopados y desterrados junto con Arrio, quien sostenía que el Hijo no era co-eterno al Padre, sino que era inferior y había sido creado por Él, por tanto, negaba la naturaleza divina de Cristo. La Iglesia católica, desde su privilegiada atalaya y con las definiciones dogmáticas bajo el brazo, se fue alejando progresivamente de la esencia evangélica, que solo sirvió de modelo para las primeras comunidades cristianas. Ahora que habían conseguido una inesperada alianza con el Estado, lo que verdaderamente importaba a los obispos católicos era disfrutar del poder y la gloria terrenales. "Que conserven sus basílicas donde el oro resplandece, revestidas de pretenciosos mármoles preciosos y erigidas sobre magnificas columnas; que posean también grandes extensiones 'de tierras; nosotros solo pedimos un pesebre, como aquel en el que nació Cristo", es lo que escriben en 383 unos humildes cristianos criticando el abuso de sus obispos, para quienes ya no existía el menor interés en la esperanza mesiánica anunciada por Jesús. Había que combatir el milenarismo y todo signo escatológico, y eso hicieron durante los siglos DI y IV, difundiendo la idea de que la Iglesia era el verdadero Reino de Dios anunciado por Jesús. "Ahora ya es la Iglesia el reino de Cristo y el reino en los cielos", afirmó san Agustín. Los siguientes concilios (Constantinopla, Éfeso, Calcedonia, etc.) no hicieron más que confirmar ese poder terrenal que había adquirido la Iglesia al fusionarse con el Estado.


UN GRUPO DE PODER
Las encarnizadas luchas por el poder fueron una constante en el seno de la Iglesia desde que se convirtió en religión oficial del Imperio romano, es decir, desde que se puso en marcha la maquinaria Iglesia-Estado. Conseguir el cargo de obispo era algo muy apetecible por los privilegios que ello reportaba, sobre todo económicos. Las disputas, las coacciones y los sobornos se sucedieron entre los aspirantes al poder episcopal. Eusebio de Cesárea escribió: "Los que parecían ser nuestros pastores rechazaban la norma de la religión inflamándose con mutuas rivalidades, y no hacían más que agrandar los enfrenamientos, las amenazas, la rivalidad, la enemistad y el odio recíprocos, reclamando para sí el objeto de su ambición, como si fuera el poder absoluto". La leyenda de que Pedro había sido obispo de Roma en el ocaso de su vida sirvió para que la capital del Imperio tuviese la primacía sobre las restantes comunidades apostólicas. Así, el obispo de Roma pretendía ser el "primus ínter pares" (primero entre iguales), actuando como una especie de César eclesiástico, algo que no fue bien acogido por otras sedes episcopales, como la de Constantinopla (fundada por Constantino en el año 330), sobre todo cuando la antigua capital imperial fue trasladada a Bizancio. No obstante, Roma representaba el
orbe civilizado, el corazón del Imperio romano, y cuando la Iglesia quedó establecida en lo que se consideraba el centro del paganismo, se sintió victoriosa. "Las cristianos vieron en ello el triunfo de Cristo sobre los dioses falsos", asegura el historiador Javier Gonzaga. "Y las creyentes de todas partes -prosigue- pagaron a la sufrida y pujante cristiandad romana un tributo de admiración y veneración parecido al que los paganos rendían a la gloria terrena de la capital del mundo". Así es, nada afectó el hecho de que el centro administrativo fuese trasladado a Oriente. Roma, aunque ya había dejado de ser la capital política, permaneció siendo para los ciudadanos del Imperio el epicentro de la fe cristiana, la capital eclesiástica. Y el obispo de Roma (el Papa) se erigió en la máxima autoridad, tanto religiosa como civil. En cualquier caso, el fin del Imperio romano no arrastró consigo a la estructura eclesiástica, que se mantuvo sólida durante toda la Edad Media. De hecho, el cristianismo se convirtió en el eje principal de la sociedad medieval, con su Iglesia triunfante a la cabeza, rica y privilegiada, convertida en autoridad moral de todo Occidente y presidida por el Papa (Pontifex Máximas) como jefe supremo. Mientras, los episcopados orientales (Jerusalén, Alejandría, Antioquía y Constantinopla) perdían poder y libertad de actuación con motivo de las invasiones musulmanas. Cuando las cruzadas recuperaron mediante sus sangrientas "guerras santas" algunas de aquellas sedes orientales, Roma adquirió toda la hegemonía sobre las restantes iglesias.
A todo esto, conviene decir que no existe ninguna justificación bíblica para explicar el papado de Roma, sino simple y llanamente razones históricas sumadas al obsesivo deseo del clero de adoptar la supremacía romana y ser fiel reflejo de su monarquía absolutista.


Una vez que el papado quedó plenamente centralizado, se desplegó toda la artillería contra los herejes y contra quienes cuestionaban la autoridad papal, pues ponían en serio riesgo la unidad del cuerpo de la Iglesia. Y es que ya había muchos intereses en juego que proteger. Cuando en el Medievo se recurrió a la violencia para imponer la fe y erradicar los movimientos heréticos, el mensaje pacifista de Jesús quedó en el olvido para las inquisitoriales autoridades eclesiásticas (consideraban que las buenas obras no salvan, sino únicamente la fe en Cristo). "Matadlos a todos; el Señor ya distinguirá a los suyos", ordenó el abad cisterciense Arnaud Aimery cuando fue preguntado por los soldados de su cruzada cómo distinguirían a los herejes de los católicos. Así que para acabar con los cataros que se habían refugiado en la ciudad de Bezier, asesinaron a sus 20.000 habitantes, sin hacer distinciones de rango, edad ni sexo. También la jerarquía eclesiástica se olvidó muy pronto de la humildad y la pobreza (a diferencia de los ascetas y órdenes mendicantes como los franciscanos). Y es que la cada vez más burocratizada Iglesia católica, tan alejada de los principios evangélicos y de aquellas gentes pobres que constituyeron las primeras comunidades cristianas, prefería observar con regocijo cómo aumentaban su patrimonio y su poder hegemónico a la vez que el mundo occidental se postraba a sus pies. "De ser la religión de bs oprimidos se convirtió en la religión de bs gobernantes", escribe Erích Fromm El Vaticano, desde donde la curia gobierna a 1.200 millones de católicos y cuyo jefe supremo, el Papa, sigue ejerciendo una notable influencia política, esconde muchos enigmas que desvelaremos en nuestro próximo monográfico, que verá la luz el próximo mes de marzo... 


1 comentario:

  1. Tonterías. Recomiendo leer http://infovaticana.com/blog/cristo-era-sabio/viva-el-emperador-constantino-repaso-historico/

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